🌸❄ La Doncella del Bosque en Flor y la Nieve Eterna – Relato
En lo más profundo del bosque, donde las estaciones susurran secretos que ningún humano puede oír, ella caminaba como una visión entre dos mundos. Los cerezos, en plena floración, tejían arcos rosados sobre un suelo blanco de nieve, mientras sus pétalos flotaban en el aire como si temieran tocar el suelo. Era un lugar donde el invierno y la primavera se daban la mano, donde el tiempo se detenía a contemplar la belleza conjunta del invierno y la primavera.
Ella avanzaba con una cadencia hipnótica, su figura recortada contra la luz pálida que filtraban las ramas desnudas. Su cabello, un río de pétalos vivos, parecía tomar vida propia, ondulando con la brisa helada. Cada mechón rosa capturaba un reflejo del bosque que la rodeaba, como si el mundo entero se hubiera detenido a contemplarla. Sus ojos, verdes como el primer brote de un árbol dormido, contenían la promesa de una primavera eterna.
Su atuendo era tan llamativo como ella misma, una declaración de la dualidad que encarnaba. Un corsé negro ceñía su cintura, dibujando una silueta que parecía haber sido esculpida por la misma naturaleza. Las faldas de azul profundo y rojo vibrante caían en cascadas de tela que se movían con cada paso, sus colores tan vivos que parecían desafiar el frío glacial que reinaba en el aire. Sobre sus hombros descansaba una capa de cristal que atrapaba los copos de nieve y los convertía en destellos fugaces.
El bosque reconocía su autoridad. Cada pétalo y cada copo que caían desde lo alto lo hacían con un ritmo dictado por su presencia. A su paso, el aire se llenaba de un murmullo, una música sutil que solo podía escucharse si uno afinaba el alma. Era el canto de los cerezos y la nieve, un himno a la guardiana que traía equilibrio a su mundo.
Llegó al claro, el santuario donde las estaciones se encontraban en su estado más puro. Allí, los cerezos florecían con una intensidad que desafiaba toda lógica, cada pétalo teñido por la luz del amanecer atrapada en el invierno eterno. La doncella se detuvo en el centro, alzó una mano y dejó que un pétalo descendiera, flotando como una pluma, hasta posarse en su palma. Lo sostuvo con la delicadeza de quien sostiene el aliento del mundo, y al hacerlo, los árboles vibraron en un susurro colectivo.
En las sombras, los animales eran testigos. Un zorro de pelaje blanco, una cierva con su cervatillo, y un gran búho de ojos dorados observaban en un silencio reverente. Ellos también eran parte del bosque, y ella, su protectora, les daba la vida que necesitaban para continuar en aquel delicado equilibrio.
Cerró los ojos, y el bosque entero pareció exhalar. Los copos de nieve y los pétalos se arremolinaron a su alrededor en una danza fugaz. El claro se llenó de una luz que parecía provenir no del sol, sino de la misma esencia del bosque. Cuando abrió los ojos, una leve sonrisa cruzó su rostro, tan efímera como un susurro.
Sin decir una palabra, giró sobre sus pasos y comenzó su camino de regreso. Sus pasos resonaban suavemente sobre la nieve. Detrás de ella, el claro permaneció en calma, los cerezos y la nieve compartiendo su espacio con una armonía perfecta. Ella era el puente entre dos mundos, un suspiro entre estaciones, una presencia tan breve como eterna.