🌌🌟 La Diosa Primordial y el Reflejo del Cosmos – Relato

En el principio que no era principio, cuando no existían ni el tiempo ni el espacio, el Vacío Eterno se extendía sin fronteras. Era la sombra de las cosas que aún no existían, un susurro sin voz, un eco sin origen. Era un océano sin aguas que guardaba en sus entrañas el germen de todas las posibilidades. Allí, en medio de aquella inmensidad, la Diosa Primordial se sentó junto a las aguas que no eran aguas, contemplando lo informe con una calma infinita.

Su mirada dorada atravesaba las profundidades del Vacío Eterno, descifrando los ecos ocultos en su abismo. Sus vestiduras, tejidas con los colores del cielo y del océano, se desplegaban a su alrededor como un manto cósmico. Cada pliegue contenía galaxias en formación, y los hilos de oro que lo adornaban brillaban como soles esperando su despertar. Pero la Diosa no alzó su mano ni pronunció palabra alguna, pues sabía que la creación no es fruto de la prisa, sino de la inspiración.

Y el Vacío le habló, no con palabras, sino con su propio latido. Era un pulso suave y constante, el ritmo primigenio que unía todo lo que era posible. La Diosa cerró los ojos y escuchó, dejando que aquel latido resonara en su interior. Cada vibración traía consigo fragmentos de nuevas visiones de mundos que aun no existían: altas montañas que se alzaban como sólidas plegarias, apuntando con fervor hacia los cielos azules, y océanos que rugían canciones antiguas en un interminable oleaje. Pero entre todas esas imágenes confusas, percibió una sombra distinta: criaturas erguidas, de ojos que reflejaban estrellas y manos que moldearían su propio destino. Y la Diosa sonrió al verlas, pues supo que, aunque pequeñas y frágiles, llevarían dentro un fragmento de su propia chispa divina.

Las estrellas, que hasta entonces habían aguardado en silencio, comenzaron a girar en una danza majestuosa, tejiendo patrones de luz que marcaban el ritmo de la creación. Las aguas se alzaron en ondas suaves, ofreciéndose cual espejo líquido para reflejar el mundo que estaba por venir. Y el aire, cargado con la promesa del primer amanecer, susurró en lenguas que solo la Diosa podía entender.

Entonces, la Diosa abrió sus labios y exhaló su primer aliento divino. No era un susurro ni un mandato, sino la esencia misma de su ser: el fuego que ilumina la oscuridad, el canto que da movimiento al agua y la chispa que enciende las almas. Ese aliento se extendió por el Vacío Eterno, transformándolo en existencia. Y he aquí, el mundo surgió bajo sus ojos dorados: la luz y la oscuridad se separaron, la tierra ocupó su lugar, y los mares encontraron sus orillas.

La Diosa se puso en pie, mirando hacia las aguas, donde su propio reflejo se mezclaba con el de su creación. Su vestido la acompañaba como una corriente irresistible, que hacía surgir cúmulos estelares de cada pliegue. Las estrellas cantaron su gloria y ella, satisfecha, dejó que la música continuara, sabiendo que nunca se detendría.

Allí, en el corazón de aquel mundo naciente, dejó un mensaje inscrito en el tejido mismo de la materia. Y aunque nadie podría leerlo con palabras, su significado resonaría en todas las cosas vivas.

«De estas aguas brotarán mundos incontables, pero este será el primero. Guardaré en él mi aliento divino, y en su memoria vivirá mi inspiración. Vivid, creced y regocijaos. Porque en cada rincón de este mundo que nace, en cada semilla que germina y en cada susurro del viento, estará mi aliento eterno. Recordad que sois parte de mí, y yo, parte de vosotros.»

Las estrellas continuaron su danza, los ríos fluyeron hacia los océanos y el viento llevó consigo el eco de sus palabras. Así, el Vacío dejó de ser vacío y el tiempo comenzó a fluir. El cosmos entero entonó su primera canción, una sinfonía eterna que nunca se apagaría. Y la Diosa, contenta, se retiró a la contemplación, sabiendo que su obra no había terminado, sino que acababa de comenzar.


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